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En un ensayo urdido con entrañables hilos autobiográficos, el peruano Santiago Roncagliolo —reconocido en su momento por Granta como una de las más brillantes plumas jóvenes en lengua española— reflexiona sobre el juego a partir de la transformación de su propio hijo, a quien tras una infancia peculiar se le inocula el virus de cierta práctica que ha sido capaz de suscitar la pasión y el entusiasmo como muy pocas otras.
ENERO 2013
A mi hijo de cuatro años le gustan las princesitas. Y las muñecas. Si lo llevo a una juguetería, se pasa más tiempo en la sección de niñas que en ninguna otra. Sugiere juguetes para su hermana que termina usando él. Y si le pregunto su color favorito, la respuesta es un contundente “rosado”.
Siempre he defendido que los niños no se aferren a los clichés de género. Que no pasa nada si les gusta la Barbie o si saltan la cuerda. Ya me sé todo el rollo de la igualdad. Pero igual, esto me pone muy nervioso. Y no porque me avergüence. Al contrario: porque yo también era así.
De niño, no hacía deportes. No montaba en bicicleta. Leía mucho. Jugaba con niñas porque ellas hablaban más y corrían menos. Era un niño repelente. De hecho, lo sigo siendo. Cuando le dieron el Balón de Oro a Messi, yo sólo podía pensar:
—Qué espanto de esmoquin. ¿Quién le escoge la ropa a este hombre?
Justo por eso me preocupo. Porque conozco el precio de ser diferente.
No hay nada más cruel que un niño. Y no hay nada peor que ser un niño raro. Cuando yo era chico vivía en México, y al volver al Perú, hablaba raro. Eso me hizo acreedor a todo tipo de bromas, sarcasmos y alguna zurra (aparte de las correspondientes a no jugar al fútbol). La mayor parte del tiempo, los otros chicos hablaban de sexo en jerga de la calle, y yo ni siquiera comprendía qué decían. Aprendí por instinto cuándo tenía que reírme. Y cuándo tenía que enfadarme. Con tal de ser igual que los demás, hasta contaba chistes que yo mismo no entendía. Pero al menos reduje las agresiones hasta límites llevaderos.
No quiero que mi hijo sufra humillaciones si los demás lo encuentran distinto. Así que desarrollo todo un plan para que mi hijo juegue fútbol. Lo llevo a plazas donde “casualmente” juegan otros niños. Concentro mi vida social en amigos con hijos futboleros. Pongo partidos en la tele, incluso de equipos que no conozco, y trato de mostrar entusiasmo por ellos. Nada da resultado. El chico insiste en jugar con gatitos de peluche y pulseritas moradas.
Por suerte, en el proceso descubro con alivio algo que no esperaba. Yo soy el mismo inútil que era cuando niño, pero la sociedad es mejor unas décadas después. En el colegio de mi hijo, y en los colegios de sus amiguitos en Barcelona, y entre mis amigos de todas partes, hay gente diferente. Sudamericanos, africanos, chinos, rusos. También hay homosexuales. Algunos de ellos son padres. Al menos en el pequeño mundo de mis hijos, la diferencia ya no es necesariamente un problema. Si todos son diferentes, nadie lo es.

Fotografía de archivo
© Pixabay
De todos modos, para estar tranquilo, decido hablar del tema con mi hijo directamente. Es lo que se supone que se hace en el siglo XXI. Conversar. Lo encuentro coloreando un dibujo de Campanilla y le propongo:
—Oye, ¿no quieres que dibujemos también unos monstruos alienígenas sangrientos?
—No. Esto está bien. Se lo voy a regalar a mi amiga Aitana.
—Claro. Tienes más amigas que amigos, ¿no? ¿Por qué?
—Porque las niñas son más listas —dice, desde la sabiduría de sus cuatro años.
—¿Pero no te preocupa que los chicos te fastidien por andar siempre con chicas?
—Me da igual —dice, sin levantar la vista del dibujo.
—¿Y si te fastidian?
—Los fastidiaré yo también —explica con despreocupación.
Ojalá hubiera pensado yo así cuando tenía su edad.
Desde esa conversación tengo claro que nunca conseguiré educar perfectamente a mi hijo. Pero, con suerte, él sí logrará educarme a mí.
OCTUBRE 2013
No sé montar en bicicleta. Ya está. Ya lo dije.
Cuando tenía cinco años, mis padres me compraron una. Pero a la primera caída decidí que eso no era para mí.
Mis padres eran intelectuales. No se les ocurrió mejor idea que respetar la decisión del niño en vez de obligarlo a aprender. Maldita sea.
A los veinte años, la chica con la que salía insistió en enseñarme, creo que por vergüenza ajena. Como estaba enamorado, acepté. Mientras yo me caía y hacía el ridículo, su hermanita de seis años pasó a nuestro lado en su bici sin rueditas y me dijo, con una sonrisa de sorna:
—¿Tan grandazo y no sabes montar en bicicleta?
Rompí con esa chica.
Ante la incomprensión del mundo, suelo defenderme con un argumento de física elemental: es absolutamente imposible que las bicicletas se mantengan erguidas. Las cosas, si no tienen apoyos, se caen al suelo. Todo el mundo lo sabe. Un día, de repente, todos los ciclistas del mundo se darán cuenta y se partirán la cabeza.
Creo que, de tanto repetirlo, me lo he llegado a creer.
Pero ahora tengo un hijo. Y ese canalla insolidario y mezquino de cinco años ha aprendido a montar en bicicleta. Lleva meses diciéndome:
—Papi, ¿no te gustaría ir juntos en bicicleta?
O:
—Papi, qué pena que no sepas montar.
O la más humillante:
—Papi, si quieres, te enseño a montar.
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Los niños te vuelven adulto. Te hacen notar y corregir todas las carencias de ti mismo que siempre te negaste a afrontar. Desde el nacimiento del mío, he sacado el carné de conducir, he hecho terapia, aprendido catalán, practicado ejercicio, luchado contra mi neurosis, mejorado mi relación con la tecnología y organizado mi contabilidad. Pero comprendo que ha llegado la hora de dar el último paso hacia una adultez plena.
Durante una semana busco en internet instrucciones para montar en bicicleta. Cómo poner la cadera. Qué precauciones tomar. No hay nada. Es una ciencia sin teoría. ¿Cómo rayos ha aprendido todo el mundo?
Al final recluto como profesor particular a mi amigo más deportista. El pobre cree que va a ser fácil.
—Diez minutos —me dice—. O diez segundos. Montar en bici es lo más sencillo del mundo.
—Hermano —le respondo tristemente—, no sabes con quién estás hablando.
Escogemos una calle peatonal y vamos de noche, a la hora en que no circulan niñas tocapelotas como la hermanita de mi ex. Y me subo en la bicicleta.
—¡Ahora pedalea!
Al primer esfuerzo me caigo. Y al segundo. Y al decimocuarto. Mi amigo me empuja en la bicicleta como a un niño. Y tampoco funciona. Él teme que yo tenga una enfermedad neuronal. Puedo leerlo en su rostro.
Los transeúntes creen que voy borracho o drogado, cosas más normales que no saber montar en bicicleta. Yo me sigo cayendo. Estoy bañado en sudor y ni siquiera he avanzado un metro. Estoy a punto de dejarlo e irme a mi casa a llorar. Hasta que, al fin, entiendo la única lección que hay que aprender, la que no está en internet: sigue pedaleando.
Cuando te vas a ir de cara contra el suelo, no te detengas: acelera. Es difícil que tu cuerpo acepte esa regla porque atenta contra todo instinto de autoconservación, igual que la bicicleta atenta contra la regla física de que debería caerse.
¿Por qué me cuesta más aprender a mí que a un niño de cinco años? Porque tengo más miedos: si tuviese cinco años, mi único miedo sería que me manden a dormir sin postre. Hacerse adulto es irse cargando de temores: plazos de entrega, números de cuenta en rojo, enfermedades y cosas que pueden salir mal.
Cuando comprendo eso —y que la bici tiene freno de mano— comienzo a pedalear de verdad. De repente, el viento corre a mi alrededor. La bicicleta avanza. ¡Estoy derrotando las leyes de la física, toda mi historia personal, a todas las hermanitas repelentes del mundo!
Y entonces me estrello de cara contra un poste.
JUNIO 2014
Súbitamente, cuando todo parecía perdido, a mi hijo le han inoculado la hormona del fútbol. Y parece irreversible. Durante sus primeros cinco años de vida, jamás le interesó el tema. Hasta ahora, había sido un hijo de artista de la variedad estándar. Lo suyo era dibujar, escuchar cuentos y jugar con el iPad. Si querías bajar al parque a jugar pelota, te miraba con terror. Si le ponías un partido por la tele, se aburría. En cierta ocasión, le prometí llevarlo al estadio si era capaz de seguir un partido entero en televisión. Lo intentó una vez y se durmió en el minuto 15.
Pero la llegada del Mundial ha operado en él una extraña metamorfosis. Todo empezó hace un mes, cuando llegó a casa exigiendo:
—¡Quiero jugar fútbol!
A partir de ese momento, sin más, ha pensado cada minuto en el deporte rey. Me ha obligado a jugar contra él cada día. Y me ha forzado a comprarle una pelota.

Fotografía de archivo
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He investigado en su colegio y no es el único. El virus mundialista se ha extendido como una epidemia. Los niños están enloquecidos, y muchas de las niñas también. Una de ellas ha obligado a su padre a comprarle la pelota y una camiseta de Neymar, e insiste en permanecer despierta a las diez de la noche para ver los partidos. Otros pequeños ni saben que hay un Mundial, pero sienten el fútbol en el aire. Y se dejan contagiar.
Sin duda, el virus tiene sus ventajas. Por ejemplo, mi chico ha dejado de ser una planta de interior. Ahora quiere salir. Todo el día. Quiere salir antes de ir al colegio, y después de lavarse los dientes. Quiere salir mientras comemos y después de ir al baño. Y de paso, quiere llevarme a mí.
También se ha vuelto más sociable. Antes era demasiado tímido para acercarse a otros niños. Pero ahora se planta en el parque con toda la autoridad de su pelota nueva, e invita a todos los presentes a jugar con él. Se ha vuelto el alma de la fiesta.
Sin embargo, conforme avanza, el virus también revela su lado más oscuro. Para empezar, mi pequeño se ha convertido en un tramposo olímpico. El fútbol saca lo peor de su mezquindad. Si le haces un gol, te lo anula:
—Es que la portería no llegaba hasta ahí. La portería termina más acá.
Si falla un gol, se lo apunta de todos modos:
—Es que tu portería es más grande porque tú eres más grande. Así tiene que ser.
Si recibes una llamada de trabajo mientras juegas, él sigue corriendo y te hace gol:
—¡Es que el partido sigue! Nadie dijo que se detenía.
—¡Yo lo dije!, protesto.
—Tenías que decirlo más fuerte.
A su mejor amiga, Aitana, pretende obligarla a jugar fútbol. Cada vez que se juntan, la escucho gritar:
—¡Si te vas a jugar fútbol, ya no te voy a querer nunca más!
—No me importa —responde él con autosuficiencia.
—¡Y no te invitaré a mi casa nunca más!
—¿En tu casa dan los partidos de la liga? —es lo único que le preocupa a él.
Trato de pensar que ésta es una etapa pasajera. Como el pañal o el biberón. Pero cuando yo mismo veo el fútbol con mis amigos, me preocupo.
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Para empezar, repetimos de memoria todo tipo de estadísticas inútiles: cuántas veces ganó nuestro equipo un duelo, cuántos penaltis pateados por la izquierda ha atajado un portero, cuántos tiros de esquina hubo en las últimas tres finales mundialistas. Si dedicáramos al trabajo la misma memoria y agilidad mental, seríamos todos millonarios. También machacamos siempre las quejas sobre la incomprensión ante este vicio: “Mi esposa sólo me deja ver un partido por semana”. “Mi padre quiere hacer un viaje familiar en pleno Mundial”. “Mi jefe pretende cerrar un proyecto el mismo día de la final”.
Al vernos a todos lobotomizados por este deporte, comprendo que mi hijo no atraviesa una fase. Se va a quedar así.
Y tengo miedo.
FEBRERO 2016
—Papi, llévame al estadio.
—Es muy caro.
—Entonces cómprame una camiseta del Barça.
—Ya tienes tres.
—Entonces vamos a jugar con la pelota al parque.
—¡Son las diez de la noche! ¡Duérmete!
He creado un monstruo.
El niño ha forrado su cuarto con afiches del fc Barcelona. Ha alcanzado el máximo nivel del videojuego fifa. Cuando despierto por las mañanas, ya está sentado en el salón viendo antiguos partidos en Barça tv (¿Cómo es que hay un “Barça tv ”? ¿Dónde quedaron los malditos canales educativos?).
—Papi, ¿quién era mejor? ¿Rivaldo o Ronaldinho? ¿Cruyff o Maradona? ¿Figo o Stoichkov?
—¿Puedes desayunar?

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Para que su cerebro se emplee en otras actividades, le impongo una tarea diaria de lectura. Él descubre la prensa deportiva. Ahora cada día se lee entero el Sport. Lo obligo a dedicar veinte minutos diarios a las matemáticas. Ahora calcula el precio de los fichajes del Barcelona y los compara con los del Real Madrid.
Tratando de recuperar algo de su imaginación, intento leerle cada noche unas páginas de El Principito. Desisto cuando me espeta:
—Ya entiendo. El Principito es como Messi y su zorro es como Neymar, ¿verdad?
Supongo que ahora mi niño es “normal”: llega a un parque y hace amigos de inmediato.
Pero qué puedo hacer: yo echo de menos a mi desadaptado.
ABRIL 2017
El niño se ha apuntado a la actividad extraescolar de fútbol. Y no he tenido corazón para negárselo. Allá él.
Evidentemente, los primeros partidos confirmaron mis temores: fiel a sus orígenes, el pobre era un jugador penoso. Los delanteros contrarios le pasaban por encima sin mirarlo siquiera. Si por algún azar la pelota caía entre sus pies, la perdía sin remedio. No funcionaba ni en el último refugio de los malos: la portería. Algunos padres insoportables les gritan a sus hijos desde la grada qué deben hacer, o se enfadan con el entrenador. Yo guardaba silencio, tratando de que el mío pasase desapercibido, esperando que el técnico tuviese la amabilidad de cambiarlo, por nuestro bien.
Y sin embargo, incluso mientras calentaba banquillo, el niño se veía más feliz que en ninguna otra parte.
Este año, su equipo participa en un torneo de colegios. El sábado los vi jugar. Me temía lo peor. Pero, para mi sorpresa, el chico ha progresado notablemente. Sin duda, no es un regateador, ni corre demasiado rápido. Pero es grande y piensa. Conociendo sus limitaciones, se ha convertido en un defensa que da mucha seguridad al equipo. Cuando se le viene un contragolpe peligroso no pierde el tiempo con filigranas: echa la pelota del campo para que sus compañeros tengan tiempo de volver. Da buenos pases arriba, creando muchas jugadas de gol. Y lo único aprovechable de su terrible herencia genética: es zurdo. Los zurdos juegan más.
Ahora bien, mucho más importante que su progreso futbolero es el social. Desde que empezó a jugar, vienen más amigos a la casa, y lo invitan más a las suyas. La pelota es un antídoto contra la timidez. De paso, su obsesión me ha obligado a mí a aprender de fútbol, gracias a lo cual, también he estrechado relaciones personales. Porque los hombres en general somos demasiado torpes para la conversación íntima. Mis amigas, cuando se divorcian, me cuentan cada minuto de su matrimonio. Verbalizan sus emociones. Recuerdan los momentos buenos y malos. Se expresan. En cambio, mis amigos, cuando se divorcian, vienen a mi casa y ponen un partido. Hablamos de jugadas, criticamos entrenadores, culpamos al árbitro. Y llamamos a eso “amistad”.
En el universo masculino, el fútbol es más que un deporte: es la red social que te acerca a los demás, lo que te conecta y te da un lugar en el mundo. Y en mi caso, es una gran lección que me da un niño de nueve años. Porque al final, lo quieras o no, tus hijos ganan las batallas que tú perdiste, y así te enseñan a ganarlas a ti.